dissabte, 4 d’octubre del 2008

MOMENTOS: ARTE PARA LA ETERNIDAD.





...Ésta combinación de regularidad geométrica y de aguda observación de la Naturaleza es característica de todo el arte egipcio. Donde mejor podemos estudiarla es en los relieves y pinturas que adornan los muros de las sepulturas. La palabra «adornan>, por cierto, difícilmente puede convenir a un arte que no puede ser contemplado sino por el alma del muerto. Estas obras, en efecto, no eran para ser gustadas. ElIas también pretendían «mantener vivo». Antes, en un pasado distante y horrendo, existió la costumbre de que al morir un hom­bre poderoso sus criados y esclavos le siguieran a la tumba, para que llegara al más allá con el adecuado séquito. Éstos eran sacrificados. Más tarde, esos horrores fueron considerados o demasiado crueles o demasiado costosos, y el arte constituyó su rescate. En lugar de criados reales, a los grandes de esta tierra se le dieron sus imágenes como substituto. Los retratos y modelos en­contrados en las tumbas egipcias se relacionan con la idea de proporcionar compañeros a las almas en el otro mundo.




“Dama arreglándose” Decoraciones de la tumba de Ramosé.
Estos relieves y pinturas murales nos proporcionan un reflejo extraordinariamente animado de cómo se vivió en Egipto hace milenios. Y con todo, al contemplarlos por primera vez no puede uno sino hallarlos extraños. La razón de ello está en que los pintores egipcios poseían un modo de representar la vida real completamente distinto del nuestro. Tal vez esto se halIe relacionado con la diferencia de fines que inspiró sus pinturas. No era lo mas importante la belleza, sino la perfección. La misión del artista era representarlo todo tan clara y permanentemente como fuera posible. Por ello no se ponían a tomar apuntes de la Naturaleza tal como ésta aparece desde un punto de mira fortuito. Dibu­jaban de memoria, y de conformidad con reglas estrictas que aseguraban la perfecta claridad de todos los elementos de la obra. Su método se parecía, en efecto, mas al del cartógrafo que al del pintor.





Pinturas de la tumba de Namutse.
La figura anterior lo muestra en un sencillo ejemplo, representando un jardín con un estanque. Si nosotros tuvié­ramos que dibujar un tema semejante, buscaríamos el ángulo de visión mas propicio. La forma y el carácter de los árboles podrían ser vistos claramente sólo desde los lados; la forma del estanque, únicamente desde arriba. Este problema no preocupó a los egipcios: representarían el estanque sencillamente como si fuera visto desde arriba y los árboles desde el lado. Los peces y los pájaros en el estanque difícilmente se reconocerían si estuvieran vistos desde arriba; así, pues, los dibujaron de perfil – figura 2-.





En esta simple pintura podemos comprender fácilmente el procedimiento del artista. Muchos dibujos infantiles aplican un principio semejante. Pero los egipcios eran mucho mis consecuentes en su aplicación de esos métodos que los niños. Cada cosa tuvo que ser representada desde el ángulo más característico.





Retrat de Hesiré.
La figura muestra los efectos que produjo esta idea en la representa­ción del cuerpo humano. La cabeza se veía mucho más fácilmente de perfil; así pues, la dibujaron de lado. Pero si pensamos en los ojos, nos los imaginamos como si estuvieran vistos de frente. De acuerdo con ello, ojos enteramente frontales fueron puestos en rostros vistos de lado. La mitad superior del cuer­po, los hombros y el tórax, son observados mucho mejor de frente, puesto que así podemos ver cómo cuelgan los brazos del tronco. Pero los brazos y los pies en movimiento son observados con mucha mayor claridad lateralmente. A esta razón obedece el que los egipcios, en esas representaciones, aparezcan tan extrañamente pIanos y contorsionados. Además, los artistas egipcios encontra­ban difícil presentar el pie desde afuera; preferían perfilarlo claramente con el dedo gordo en primer término. Así, ambos son pies vistos desde dentro y la figura del relieve parece como si hubiera tenido dos pies izquierdos. * Tambien hay quien sostiene que el motivo es poder mostrar el arco de la planta del pié, característica exclusiva de la humanidad. No debe suponerse que los artistas egipcios creyeran que las personas eran o aparecían así, sino que, simplemente, se limitaban a seguir una regla que les permitía insertar en la forma humana todo aquello que consideraban importante. Tal vez, como ya he dicho, esta adhesión estricta a la norma haya tenido algo que ver con intenciones mágicas, porque, ¿cómo podría un hombre con sus bra­zos en escorzo o «seccionados» llevar o recibir los dones requeridos por el muerto?
Lo cierto es que el arte egipcio no esta basado sobre lo que el artista podría ver en un momento dado, sino sobre lo que él sabía que pertenecía a una persona o una escena. De esas formas aprendidas y conocidas fue de las que sacó sus representaciones, de modo muy semejante a como el artista primitivo tomó las suyas de las formas que podía dominar. No sólo fue el conocimiento de formas y figuras el que permitió al artista dar cuerpo a sus representaciones, sino también el conocimiento de su significado. Nosotros, a veces, llamamos «grande» a un hombre importante. Los egipcios dibujaban al señor en tamaño mucho mayor que a sus criados e incluso que a su propia mujer.




Tomba de Knumhotep
Una vez comprendidas estas reglas y convencionalismos, comprendemos también el lenguaje de las pinturas en las que se halla historiada la vida de los egipcios.

La figura anterior nos da una buena idea de la disposición general de una pared de la tumba de un gran dignatario del llamado Imperio Medio, unos mil novecientos años antes de nuestra Era. La inscripción jeroglífica nos dice exac­tamente quién fue, y cuáles fueron los títulos y honores que cosechó durante su vida. Su nombre, leemos, fue Chnemhotep, Administrador del Desierto Oriental, Príncipe de Menat chufu, amigo íntimo del Rey, Superintendente de los Sacerdotes, Sacerdote de Homs, Sacerdote de Anubis, Jefe de todos los Secretos Divinos, y -lo más llamativo de todo- Señor de todas las Túnicas. En el lado izquierdo le vemos cazando aves con una especie de bumerang acompañado por su mujer Cheti, su concubina Jat, y uno de sus hijos que, a pesar de su pequeño tamaño en la pintura, ostenta el titulo de Superintendente de las Fronteras. Abajo, en el friso, vemos unos pescadores a las órdenes del superintendente Mentuhotep cobrando una gran redada. Sobre la puerta se ve nuevamente a Chnemhotep, esta vez atrapando aves acuáticas en una red. Como ya conocemos los métodos del artista egipcio, podemos ver fácilmente cómo opera este artificio. El cazador se coloca detrás de una pantalla vegetal, sosteniendo una cuerda ligada a la malla abierta (esta última representada como vista desde arriba). Cuando las aves han acudido al cebo, aquél tira de la cuerda y quedan aprisionadas en la red. Detrás. de Chnernhotep se halla su primogénito Nacht, y su Superintendente de los Tesoros, quien era, al propio tiempo, responsable del ordenamiento de su sepultura.




En el lado derecho, Chnemhotep, al que se dio el nombre de «grande en peces, rico en aves, adorador de la diosa de la caza», es visto arponeando peces. Otra vez podemos observar los convencionalismos del artista egipcio, que prescinde del agua por entre las cañas para mostrarnos el lugar donde se hallan los peces. La inscrip­ción dice: «En una jornada en barca por la charca de los patos silvestres, los pantanos y los dos, alanceando con la lanza de dos puntas atravesó treinta peces; qué magnífico el día de la caza del hipopótamo». En la parte inferior hay el divertido episodio de uno de los hombres que ha caído al agua y que es pescado por sus compañeros. La inscripción en torno a la puerta recuerda los días en que tenían que llevarse presentes al muerto, e incluye oraciones a los dioses.
Creo que una vez acostumbrados a contemplar esas pinturas egipcias nos preocupan tan poco sus faltas de verosimilitud como la ausencia del color en las fotografías. Incluso comenzamos a advertir las grandes ventajas del método egipcio. No hay nada en esas pinturas que dé la impresión de haber surgido por azar, nada que pudiera haber sido exactamente igual tratado de otro modo cualquiera. Merece la pena coger un lápiz e intentar copiar uno de los dibujos «primitivos» egipcios. Nuestros esbozos resultan desmañados, torcidos e inar­mónicos. Al menos los míos. El sentido egipcio del orden en cada pormenor es tan fuerte que cualquier pequeña variación lo trastorna por completo. El artis­ta egipcio empezaba su obra dibujando una retícula de líneas rectas sobre la pared y distribuía con sumo cuidado sus figuras a lo largo de las líneas. Sin embargo, este sentido geométrico del orden no le privó de observar los detalles de la Naturaleza con sorprendente exactitud. Cada pájaro, o pez esta dibujado con tanta fidelidad que los zoólogos pueden incluso reconocer su especie. La figura siguiente muestra un pormenor de las pinturas de la tumba, los pájaros en el árbol junto a la red de Chnemhotep. Aquí no fue solamente su gran conocimiento del tema el que guió al artista, sino también su clara percepción del color y de las lí­neas.




Uno de los rasgos más estimables del arte egipcio es el de que todas las estatuas, pinturas y formas arquitectónicas se hallan en su lugar correspondien­te como si obedecieran a una ley. A esta ley, a la cual parecen obedecer todas las creaciones de un pueblo, la llamamos un «estilo». Resulta muy difícil explicar con palabras qué es lo que crea un estilo, pero es mucho más fácil verlo. Las normas que rigen todo el arte egipcio confieren a cada obra indivi­dual un efecto de equilibrio y armonía.



Tumba de Nefertari


El estilo egipcio fue un conjunto de leyes estrictas que cada artista tuvo que aprender en su mas temprana juventud. Las estatuas sedentes tenían que tener apoyadas las manos sobre sus rodillas;



Escultura de la Diosa Isis.

los hombres tenían que ser pintados mas oscuros que las mujeres; la representación de cada divinidad tenía que ser estrictamente respetada: Horus, el dios-sol, tenía que aparecer como un halcón o con la cabeza de un halcón; Anubis, el dios de la muerte, como un chacal o con la cabeza de un chacal. Cada artista tuvo que aprender también el arte de escribir los jeroglificos bellamente. Tuvo que grabar las imágenes y los símbolos de los jeroglíficos clara y cuidadosamente sobre piedra.



Pero una vez en posesión de esas reglas, su aprendizaje había concluido. Nadie pedía una cosa distinta, nadie le pedía que fuera «original». Excepto en el breve período de Amarna, como nos lo muestra ésta bella escultura que representa a Nefertiti, la esposa de Ahkenaton.

Por el contrario, probablemente fue considerado mucho mejor artista el que supiera labrar sus estatuas con mayor semejanza a los admirados monumentos del pasado. Por ello, en el transcurso de tres mil años o más, el arte egipcio varió muy poco. Cuanto fue considera­do bueno y bello en la época de las pirámides, se tuvo por excelente mil años después. Ciertamente, aparecieron nuevas modas y se solicitaron nuevos temas del artista, pero su manera de presentar al hombre y la Naturaleza siguió siendo, esencialmente, la misma.

MOMENTOS: EL REINO DE LA BELLEZA

De todas las ciudades griegas, Atenas, en Ática, llegó a ser la más famosa e importante, con mucho en la historia del Arte. 
Fue en ellas donde se produjo la mayor y la más sorprendente revolución en toda la historia del Arte. Es difícil decir cuándo comenzó esta revolución, acaso aproximadamente al mismo tiempo que se construyeron los primeros templos de piedra en Grecia, en el siglo VI a.n.e. 
Sabemos que antes de esa época los artistas de los antiguos imperios orientales se esforzaron en mantener un género peculiar de perfección Trataron de emular el arte de sus antepasados tan fielmente como les fuera posible, adhiriéndose estrictamente a las normas consagradas que habían aprendido. Cuando los artistas griegos comenzaron a esculpir en piedra, partieron del punto en que se habían detenido los egipcios y asirios.





Polímedes de Argos: los hermanos Cleobis y Bitón. 615-590 a.n.e. Mármolo 218 y 216 cm altura. Museo arqueológico de Delfos 

Vemos en Cleobis y Bitón que los griegos habían estudiado e imitado los modelos egipcios, y que aprendieron de ellos a modelar las figuras erguidas de los jóvenes así como a señalar las divisiones del cuerpo y de los músculos que las sujetan entre sí. Pero también prueba que el artista que hizo estas estatuas no se hallaba contento con obedecer una fórmula por buena que fuera, y que empezaba a realizar experiencias por sí mismo. Evidentemente se hallaba interesado en descubrir el aspecto real de las rodillas. Acaso no lo consiguió por entero, tal vez las rodillas de esas estatuas sean hasta menos convincentes que en las egipcias, pero lo cierto es que decidió tener una visión propia en lugar de seguir prescripciones antiguas.
No se trató ya de una cuestión de formas practicables para representar el cuerpo humano. Cada escultor griego quería saber cómo tenía el que representar un cuerpo determinado. Los egipcios basaron su arte en el conocimiento. Los griegos comenzaron a servirse de los ojos. 
Una vez iniciada esta revolución, ya no se detuvo. 
Los escultores obtuvieron en sus talleres nuevas ideas y nuevos modos de representar la figura humana, y cada innovación fue ávidamente recibida por otros que añadieron a ella sus propios descubrimientos. 
Uno descubría el modo de esculpir el torso, otro hallaba que una estatua podía parecer mucho más viva si los pies no estaban afirmados excesivamente en el suelo y un tercero descubría que podía dotar de vida a un rostro combando ligeramente la boca hacia arriba de modo que pareciera sonreír.
Claro está que el método egipcio era en muchos aspectos más seguro. Las experiencias de los artistas griegos se frustraron en muchas ocasiones. La sonrisa pudo parecer más una mueca enojosa, la posición menos rígida dar la impresión de afectada. Pero los artistas griegos no se asustaron fácilmente ante estas dificultades. Habían echado a andar por un camino en el que no había retroceso posible.






La vieja fórmula, el tipo formal de representación humana, tal como se desarrolló en esas centurias, se hallaba aún en su punto de partida. Solamente que ya no lo consideraron sagrado en cada uno de sus pormenores.
La gran revolución del arte, el descubrimiento de las formas naturales y del escorzo, tuvo lugar en la época que es, al propio tiempo, el período más extraordinario de la historia del hombre. Época en la que las ciudades griegas empiezan a interrogarse acerca de las tradiciones y leyendas antiguas ya inquirir sin prejuicios la naturaleza de las cosas, y en la que la ciencia tal como la entendemos hoy, y la filosofía, surgen entre los hombres, mientras el teatro empieza a desarrollarse, naciendo de las ceremonias celebradas en honor de Dionisios.
No debemos suponer, sin embargo que en aquellos días los artistas se contaron entre las clases intelectuales de la ciudad. Los griegos acomodados, que regían los negocios de ésta y que empleaban su tiempo en argumentar interminablemente en el ágora, y acaso también los poetas y los filósofos, consideraban en su mayoría a los pintores y escultores como gente inferior. Los artistas trabajaban con sus manos y para vivir. Permanecían en sus fundiciones cubiertos de sudor y de tizne, se afanaban como vulgares braceros y por consiguiente no eran considerados miembros cabales de la sociedad griega.
Sin embargo, su participación en la vida de la ciudad era infinitamente mayor que la de un artesano egipcio o asirio, porque la mayoría de las ciudades griegas, en particular Atenas, eran democracias en las cuales a esos humildes operarios despreciados por los esnobs ricos les estaba permitido hasta cierto punto participar en los asuntos de gobierno.
En la época en que la democracia ateniense alcanzó su más alto nivel fue cuando el arte griego llegó a su máximo desarrollo.
El primer gran artísta del mundo griego fué Fidias.La fama de Fidias se cimentó en obras que ya no existen. 
El único ejemplar del gran ídolo de Palas Atenea que hizo Fidias para el Templo del Partenón difícilmente parecerá muy impresionante.



Debemos atender a las descripciones antiguas y tratar de representarnos cómo pudo ser: una gigantesca imagen de madera, de unos once metros de altura, como un árbol, totalmente recubierta de materias preciosas; la armadura y las guarniciones de oro, la piel de marfil. Estaba también llena de color brillante y vigoroso sobre el escudo y otros lugares de la armadura, sin olvidar los ojos hechos de piedras preciosas resplandecientes. En el dorado del yelmo de la diosa sobresalían unos grifos y los ojos de una gran serpiente enroscada en la cara interior del escudo estaban también marcados, sin duda por dos brillantes piedras.
Debió de haber sido una visión atemorizadora y llena de misterio la que se ofrecía al ingresar en el templo y hallarse, de pronto, frente a frente con esa gigantesca estatua. Era, sin duda alguna, casi primitiva y salvaje en algunos de sus aspectos, algo que relacionaba todavía a las imágenes de esta clase con las antiguas supersticiones contra las que había predicado el profeta Jeremías .
Pero en aquel tiempo, ya habían dejado de ser lo más importante esas ideas primitivas que hacían de los dioses demonios formidables que habitaban en las estatuas. Palas Atenea, tal como la vio Fidias y tal como la representó en su estatua, era más que un simple ídolo o demonio. Según todos los testimonios, sabemos que esta escultura tuvo una dignidad que proporcionaba a la gente una idea distinta del carácter y de la significación de sus dioses. La Atenea de Fidias fue como un gran ser humano. Su poder residía, no en su mágica fascinación, sino en su belleza. Advertíase entonces que Fidias había dado al pueblo griego una nueva concepción de la divinidad.
Las dos grandes obras de Fidias, su Palas Atenea y su famosa estatua de Zeus Olímpico se han perdido para siempre.

Pero importa mucho tratar de imaginarse cómo serían las mismas, pues olvidamos con demasiada facilidad los fines a qué servía el arte griego de entonces. Leemos en la Biblia los ataques de los profetas contra la adoración de los ídolos, pero generalmente no asociamos ninguna idea concreta con tales palabras.
Cuando paseamos a lo largo de las hileras de estatuas en mármol blanco pertenecientes a la antigüedad clásica que guardan los grandes museos, olvidamos con excesiva frecuencia que entre ellas están los ídolos de los que nos habla la Biblia ( Jeremías: "Porque las costumbres de los gentiles son vanidad: un madero del bosque, obra de manos del maestro que con el hacha lo cortó, con plata y oro lo embelleció, con clavos y martillazos se lo sujeta para que no se menee. Son como espantajos de pepinar que ni hablan. Tienen que ser transportados, porque no andan. No le tengáis miedo que no hacen ni bien ni mal") la gente oraba ante ellos, les eran llevados sacrificios entre extraños ensalmos y miles y decenas de miles de fieles pudieron acercarse a ellos con la esperanza y el temor en sus corazones, pues par esas gentes tales estatuas e imágenes grabadas del profeta eran, al propio tiempo dioses. 
La verdadera razón a que obedece el que casi todas las estatuas famosas del mundo antiguo pereciesen fue que, tras el triunfo del cristianismo, se consideró deber piadoso romper toda estatua de los dioses odiados. 
En la mayoría las estatuas de nuestros museos son copias de época romana, hechas por coleccionistas y turistas como souvernirs y como adornos para los jardines y los baños públicos.
Debemos agradecer esas copias que nos dan al menos una ligera idea de las más famosas obras del arte griego , pero de no poner en juego nuestra imaginación, esas pálidas imitaciones pueden causar también graves prejuicios. Ellas son responsables en gran medida de la generalizada idea de que el arte griego carecía de vida, que era frío y que sus estatuas poseían aquella apariencia de vacuidad expresiva que nos recuerdan las trasnochadas academias de dibujo.






El gran despertar del arte a la libertad tuvo lugar en los cien años, aproximadamente, que van de 520 a.n.e. a 420 a.n.e. 
Hacia finales del siglo V los artistas han adquirido plena conciencia de su poder y maestría, de los que su público se hizo eco. Aunque los artistas aún eran considerados artesanos, y tal vez, desdeñados por los esnobs, un número creciente de personas comenzaban a interesarse en las obras por sí mismas, y no por sus funciones religiosas o políticas. La gente discutía los méritos de las diferentes escuelas artísticas, esto es, de los diversos métodos, estilos, y tradiciones que distinguían a los maestros de cada ciudad. No hay duda alguna de que la comparación y la competencia entre esas escuelas estimulaban a los artistas a esfuerzos cada vez mayores, ayudándoles a forjar la variación que admiramos en el arte griego.
El mayor artista del siglo (IV a.C), Praxíteles, fue famoso sobre todo por el encanto de su obra y por el carácter amable y sugestivo de sus creaciones. Hijo del también escultor Cefisódoto el Viejo, Praxiteles nació en Atenas en torno al año 400 a. C. Pocos son los datos fiables sobre su biografía, a partir de ahí la historia se funde y se confunde con la leyenda. Los más de 2.300 años transcurridos tienen la culpa de las sombras que envuelven la figura y la obra del genio griego. Durante buena parte del siglo IV a. C. se confirma como uno de los grandes escultores del mundo clásico, realizando abundantes piezas, sobre todo en mármol aunque también se tiene constancia de alguna ejecutada en bronce.




El Muchacho de Maratón de Praxíteles (bronze)

Su escultura, a medio camino entre el clasicismo de Fidias y el helenismo, se caracteriza por figuras estilizadas, de canon alargado, que, mediante un marcado contraposto, trazan lo que se ha dado en denominar la S “curva praxiteliana”, una elegante sinuosidad que recorre todo el cuerpo, por la suavidad del modelado y la postura indolente de los cuerpos, que gravitan fuera de su eje, descansando sobre un punto de apoyo.





Torso de Apolo de Praxíteles.





Afrodita de Praxíteles.


Sin romper con los rasgos estilísticos de la cultura ática, Praxíteles los interpretó desde una visión muy personal, que sentó las bases para el posterior desarrollo de la escultura helenística. Se alejó de la tradición anterior al preferir como material el mármol, más que el bronce, pero se mantuvo en la línea de sus antecesores por su elección como modelo para sus obras de la belleza juvenil idealizada. Desde este punto de partida, evolucionó hacia una mayor humanización de las estatuas, hacia una plasmación algo más intensa de los sentimientos.




En el siglo V antes de Cristo, Policleto, autor del Doríforo, una escultura que dominó todo el siglo, escribió un libro, el Kanon o Regla, donde establecía las relaciones de proporción mutua entre las diferentes partes del cuerpo humano, normativas y matemáticas, introduciendo un naturalismo idealizado que buscaba conciliar la observación de la naturaleza con un ideal de belleza, el del atleta fuerte y maduro.
Praxíteles une también la observación de la naturaleza con el ideal de belleza, pero no le interesa el atletismo con todo lo que conlleva.







Sátiro (Dionisios) de Praxíteles.


Sus dioses son jóvenes y esbeltos, animados de un movimiento ondulante y sensual que sería conocido en la posterior historia del arte como "curva praxiteliana", una línea que recorre todo el cuerpo dotándolo de un ritmo flexible.











Apolo de Fidias, arriba copia romana del original, debajo, copia policromada de acuerdo con la exposición del Museo Arqueológico Nacional de Atenas.






Atenea de Fídias.





Copia policromada según el Museo Arqueológico Nacional de Atenas.


Incluso Apolo, el dios representado por Fidias potente y bello, es presentado por Praxíteles en el Apolo Sauróctono como un adolescente sin musculatura y en una actitud juguetona, apoyado en un tronco de árbol mientras persigue una lagartija con una flecha.





Para Praxíteles los dioses ya no son encarnaciones místicas de fuerzas abstractas sino seres con intensidad y humanidad.






La Afrodita de Cnido de Praxíteles, a pesar del rechazo inicial, muy pronto la fama de ésta obra atrajo el interés del público que en épocas posteriores, llegó a realizar viajes "turísiticos" para poder contemplarla. Se convirtió en el cánon de la belleza femenina. Se conservan copias en mármol de diosas en actitudes intimistas, que viene a ser conocido como el "replegamiento intimista" de las cuales La Venus de Cnido es un ejemplo significativo.
Fué indudablemente, su obra más celebrada, cuyo elogio cantaron muchos poemas, representa a la diosa del amor, la joven Afrodita, entrando en el baño; pero esta obra desapareció. 
Sobre ella Luciano destaca la "tierna sonrisa que lucía dulcemente sobre sus labios medio abiertos" y la "tierna mirada de sus ojos con su expresión brillante y gozosa".








Detalle de una copia romana de la cabeza de Afrodita de Cnido.

La aparición del desnudo femenino implicaba un cambio de mentalidad y un ideal cultural que pasaba de ser representado por el atleta, viril, encarnación de los valores cívicos de la polis -entre los cuales la guerra, que en la cultura griega era concebida en términos civilizadores-, a un ideal humano afeminado, para el cual los valores del arte y del pensamiento cuentan más que los atléticos.


La denominada Venus de Arles de Praxíteles, arriba, detalle abajo.

Muchos suponen que una obra hallada en Olimpia en el siglo XIX es un original suyo. Pero no podemos estar seguros. Puede que sea solamente una fiel copia en mármol de una estatua de bronce, o del verdadero original de Praxíteles. Representa al dios Hermes sosteniendo a Dionisos niño y jugando con él.


desaparecido aquí toda huella de rigidez, el dios se halla ante nosotros en una postura relajada que en nada ofende su dignidad. Pero si reparamos en cómo consiguió Praxíteles este efecto, advertimos que ni siquiera entonces había sido olvidada la lección del arte antiguo. También Praxíteles procuró mostrarnos los goznes, las junturas del cuerpo, poniéndolos de manifiesto con tanta claridad y precisión como le fue posible. Pero ahora pudo realizar todo esto sin que resultara rígida y envarada su escultura, pudo mostrar los músculos y los huesos dilatándose y moviéndose bajo la piel suave, y pudo dar la impresión de un cuerpo vivo en toda su gracia y belleza. Sin embargo, es necesario darse cuenta de que Praxíteles y otros artistas griegos llegaron a esta belleza merced al conocimiento.

No existe ningún cuerpo vivo tan simétrico, tan bien construido y bello como los de las estatuas griegas. 
Se cree con frecuencia que lo que hacían los artistas era contemplar muchos modelos y eliminar aspectos que no le gustaban que partían de una cuidada reproducción de un hombre real y que lo iban "hermoseando" omitiendo toda irregularidad o todo rasgo que no se conformara con su idea de un cuerpo perfecto.
Hay quien dice que los artistas griegos idealizaban la naturaleza a la manera que un fotógrafo retoca un retrato eliminando de él los pequeños defectos.
Pero una fotografía retocada y una estatua idealizada generalmente carecen de vigor y de carácter.
cuanto más se ha eliminado o borrado más pálido e insípido fantasma del modelo es lo que queda.
El punto de vista griego era precisamente el contrario. 
A lo largo de todos estos siglos los artistas se ocupaban de infundir más y más vida al antiguo caparazón. 
Al retroceder a la Koré del Peplum , vemos la enorme distancia que ha recorrido el arte griego en tan sólo doscientos años.




Koré del Peplum, cópia policromada.






En ese camino destaca el Discóbolo, a pesar de algunos elementos arcaizantes, Mirón logró captar como pocos la tensión del movimiento es decir de una de las principales cualidades de la vida, en la generación inmediatamente anterior a la de Praxíteles.








Ménade furiosa, obra de Skopas, autor contemporáneo a Praxíteles, llevó a la culminación el objetivo de Mirón, apuntando un movimiento de tipo helicoidal que sería desarollado muchos siglos más tarde por los grandes genios del Renacimiento.
En la época de Praxíteles su método cosechó los frutos mas sazonados. Los antiguos tipos empezaron a moverse y a respirar bajo las manos del hábil escultor, y se yerguen ante nosotros como seres humanos reales, pertenecientes a un mundo distinto y mejor. Son, en efecto, seres que pertenecen a un mundo distinto, no porque los griegos fueran más sanos y más bellos que los otros hombres -no hay razón alguna para creer tal cosa-, sino porque el arte en aquel momento había alcanzado un punto en el que lo modélico y lo individual se mantenían en un nuevo y delicado equilibrio.


Hermes o Cupido? de Praxíteles, según una anécdota recogida por la tradición ésta sería una de las obras preferidas de nuestro autor.
Muchas de las más famosas obras del arte clásico que fueron admiradas en épocas posteriores como representativas de los tipos humanos más perfectos, son copias o variantes de estatuas que fueron creadas en ese período a mediados del siglo IV a.C. El Apolo del Belvedere muestra el modelo ideal de un cuerpo de hombre.




Tal como se halla ante nosotros en su impresionante actitud, sosteniendo el arco con el brazo extendido y la cabeza vuelta hacia un lado como si siguiera con la mirada la flecha disparada, no se nos hace difícil reconocer el ligero eco del esquema antiguo en el que a cada parte del cuerpo se le daba su apariencia más característica. Entre las famosas estatuas clasicas de Venus, la de Milo (llamada así por haber sido hallada en la isla de Melos), tal vez sea la más conocida.




Probablemente perteneció a un grupo de Venus y Cupido realizado en un período algo posterior, pero en el cual se utilizaban los recursos y procedimientos de Praxíteles. Esta escultura también fue proyectada para ser vista de lado (Venus extendía sus brazos hacia Cupido), y nuevamente podemos admirar la claridad y sencillez con que el artista modeló el hermoso cuerpo, su manera de señalar cada una de sus divisiones más importantes sin incurrir en vaguedad ni en dureza.



Naturalmente, este método de crear belleza comenzando por una configuración esquemática y general para ida vivificando hasta que la superficie del mármol pareciera respirar, tuvo un inconveniente. Era posible crear de este modo tipos humanos convincentes, pero ¿conduciría acaso a la representación de verdaderos seres humanos individuales? Por extraño que nos pueda parecer, la idea del retrato, en el sentido en que nosotros empleamos esta palabra, no se les ocurrió a los griegos hasta época tardía, en el siglo IV.



Auriga de Delfos, anónimo S.V aC.




Cabeza de Medusa de Praxíteles S.IV aC.


Ciertamente, oímos hablar de retratos realizados en tiempos anteriores, pero esas estatuas no tuvieron, probablemente, un gran parecido. Un retrato de un general era poco más que la representación de un apuesto militar con yelmo y bastón de mando. El artista no reproducía nunca la forma de su nariz, las arrugas de su frente o su expresión personal. Es un extraño hecho, del que no nos hemos ocupado bastante todavía, éste de que los artistas griegos -en las obras suyas que conocemos- hayan esquivado el conferir a los rostros una expresión determinada. Tal vez, la explicación pudiera ser que resulta significativo de las peculiares profundidades del alma helénica el hecho de que sus creaciones más propias estén poseídas por un mismo afán: arrancarnos de éste mundo para ponernos en presencia de otro.

También la escultura griega en su período clásico se halla animada por éste aliento que se nos ha patentizado en la metafísica y en la tragedia. El bloque de mármol, el bronze, parecen imponer pesadamente la realidad de lo táctil, de lo material. Pero es éste justamente, el gran triunfo del escultor: su demiurgia, su capacidad creativa, eleva a un nuevo reino las realidades más crudamente terrenas. Y no se tratará de convertirlas en meras réplicas de los hombres y mujeres que nos rodean, sino en la plasmación de los dioses, en la materialización de los grandes arquetipos que se manifiestan en el sueño apolíneo, en la imaginación de la clase heroica, de la que surgen las formas mitificadas de los héroes y la perfección del cuerpo femenino, como ideales intemporales, entrevistos desde una vida gloriosa y efímera. El escultor convierte en presencia, en revelación ante nuestros ojos, aquellos sueños, a la par que los libera de la fugacidad, los hace permanecer con la sofrosine, esa expresión de serenidad que adoptan los rostros de las esculturas del período clásico que sólo es posible para una realidad que triumfa sobre la muerte.

En verdad, esta es mucho más sorprendente de lo que parece a primera vista, puesto que difícilmente garabateamos una simple cara en un papel cualquiera sin darle alguna expresión acusada (cómica, generalmente). Las cabezas en la escultura y pintura griegas del siglo V, claro está, no son inexpresivas en el sentido de parecer estúpidas y vacuas, pero sus rasgos no parecen traducir nunca ninguna emoción fuerte.

Fue el cuerpo y sus movimientos los que utilizaron estos maestros para expresar lo que Sócrates llamó «Los estremecimientos del alma», porque pensaban que el movimiento de las facciones habría contorsionado y destruido la sencilla regularidad de la cabeza.


En la generación posterior a Praxíteles, hacia la terminación del siglo IV, esta limitación desapareció gradualmente y los artistas descubrieron diversos medios de animar los rasgos sin destruir su belleza. Más aún, aprendieron a captar los estremecimientos de cada alma concreta, el carácter personal de las fisonomías y a realizar retratos tal como entendemos hoy esta palabra. Fue en la época de Alejandro cuando se empezó a hablar del nuevo arte del retrato. Un escritor de aquel período, satirizando las irritantes costumbres de los aduladores, dice que éstos prorrumpían siempre en ruidosos elogios del gran parecido del retrato de su protector. Alejandro mismo prefirió ser retratado por el escultor de su corte, Lisipo, el artista más famoso de la época, cuya fidelidad al natural asombraba a sus contemporáneos.



Retrato de Alejandro Magno de Lisipo

Se cree que el retrato de Alejandro ha llegado hasta nosotros por medio de una copia. Y en él podemos ver cuánto ha variado el arte desde la época del auriga de Delfos, e incluso desde la de Praxíteles, que tan sólo pertenecía a la generación anterior. Claro está que para juzgar todos los retratos antiguos tenemos el inconveniente de que nosotros no podemos dictaminar acerca de su parecido -mucho menos, desde luego, que los aduladores del relato-. Tal vez si pudiéramos ver una instantánea de Alejandro Magno, encontraríamos a éste completamente distinto y sin el menor parecido a como nos lo muestra su busto. Posiblemente las estatuas de Lisipo se parecían mucho más a un dios que al verdadero conquistador de Asia. Pero también podemos decir: un hombre como Alejandro, un espíritu inquieto, inmensamente dotado, pero quizá echado a perder por sus triunfos, pudo muy bien parecerse a este busto, con sus cejas levantadas y su expresión enérgica.


El Apoxyomenos de Lisipo, quizá su obra más conocida.





El Dios Hermes, obra de Lisipo.



La fundación de un imperio por parte de Alejandro fue un acontecimiento de enorme importancia para el arte griego, pues hizo que se desarrollara en extensión, pasando de ser algo privativo de unas cuantas ciudades pequeñas, al lenguaje plástico de casi medio mundo. Este cambio afectó al carácter del último período artístico griego, al que generalmente nos referimos con el nombre de arte helenístico.

Los ideales de la polis del siglo V habían caído en descrédito y una época de mayor ambigüedad, que comenzaba a descubrir el individualismo y el placer estaba en ciernes.






Augusto de Prima Porta, autor anónimo romano - las características individualizantes del período helenístico tuvieron su continuidad natural en el arte de Roma- del S.I aC. que tomó sin duda prestadas muchas de las ideas de Praxíteles, como podemos observar por sus similitudes con el Efebo de nuestro autor.









Praxíteles es no solamente un gran escultor, sino también un verdadero innovador que plasmó en sus obras una nueva visión del arte y de la vida.




La famosísima y muchas veces copiada escultura de El Espinario, simboliza la nueva atención que los artístas helenísticos dirigieron hacia temas aparentemente sin importancia.





La individualización iniciada en tiempos de Lisipo, llegó con el período helenista a su culminación, como nos demuestra éste retrato de un anciano (Séneca?, Eurípides?), de un autor anónimo del S.II aC.



Victoria de Samotracia. Escuela de Pérgamo, las características grandilocuentes y teatrales del arte helenístico quedan perfectamente señaladas en ésta obra.






Laocoont y sus hijos, de Hagesandro, Atenodoro y Polidoro de Rodas S II aC., una de las últimas grandes obras de la escultura del período helenístico, gracias a la cual, la influencia de Praxíteles, llegó hasta los grandes maestros del Renacimiento como Miguel Angel.




El Toro Farnesio de Apolonio de Atenas, junto con el Laocoont uno de los conjuntos escultores que tanto éxito tuvieron en el período helenístico, gracias a ellos, los artístas podían representar diversos estados de ánimos según los personajes.